viernes, 1 de marzo de 2013

Gastronomía y Literatura

El placer de la gastronomía acarrea hallazgos sublimes, y por ello ha fascinado a numerosos literatos. En contraposición a la imagen culposa que promueven las alegorías medievales de la gula, la felicidad alimentaria que suele pintarnos el escritor aficionado a la glotonería es, casi, el último destello de una aristocracia espiritual que redescubrimos en los viejos tratados culinarios.

La principal cualidad de este patriciado —imaginario, claro está— nada tiene que ver con tesoros o grandezas materiales. En realidad, se trata aquí del ideal propio del epicureísmo: placer y despreocupación dentro de una digna existencia.

Justamente lo mismo que refleja el primer tratadista gastronómico: Arquestrato, griego de Sicilia y amigo de Pericles.

A la vera del siciliano, y con parecido gusto, Néstor Luján recuerda a otros escritores de quienes no se conserva ni la más mínima huella literaria: Timáquides de Rodas, Numenios de Heracles, Metreas de Pitania, Egemón de Tasia y Filoxeno de Citera. En expresión latina, se suma al festín el general Lucius Licinus Lucullus; ese mismo Lúculo a quien nuestro Julio Camba dedicó un formidable librito que lleva por rótulo La casa de Lúculo.

Idéntica admiración despierta Apicio, cuyo recetario «es el más antiguo de los libros latinos de cocina que se conservan.

Bajo el título de Apitii Celii de Re Coquinaria libri decem se publicó sin fecha en Venecia un incunable anterior al de 1498 de Milán, que se tiene por la segunda edición» (Historia de la gastronomía, Barcelona, Plaza & Janés, 1988, p. 36).

Tomamos el dato bibliográfico del citado Luján, indiscutible maestro de la escritura coquinaria hispánica, e introductor entre nosotros de los clásicos del género. A saber: una lista de referencias que comienza con la obra del clérigo italiano Venancio Fortunato (530-609) y se prolonga con Le Viandier, de Guillaume Tirel, llamado Taillevent, del cual se distribuyeron cinco ediciones góticas a partir de 1490.

¿Y qué queda aún de todo ello en el reino literario? Indudablemente, la respuesta implica una larga historia que conviene resumir.

Veamos: el género cobra fuerza entre nosotros a partir del siglo XVI, sobre todo después de editarse el Libre de doctrina per a ben servir de tallar i el art de Coch ço es de qualsevol manera de potatges y salses, de Robert de Nola, y asimismo gracias a Enrique de Aragón (1384-1434), marqués de Villena, cuyo Arte cisoria enseñó a muchos cómo había que usar el cuchillo para trinchar un capón o trocear un conejo asado.

Oportunamente, la literatura picaresca frecuentó el asunto de la comida, pero sin el detenimiento mostrado luego por Francisco Martínez Motiño. No en vano, el Arte de cocina, pastelería, bizcochería y conservería (Madrid, Luis Sánchez, 1611) puede codearse con los recetarios franceses dedicados a satisfacer los apetitos de Luis XIV.

La sofisticación y talento de las cocinas de Francia tienen su reflejo en autores magistrales, como Alexandre-Baltazhar Grimod de la Reynière (1758-1838) y Jean Anthelme Brillat-Savarin (1755-1826).

En español, fueron su equivalente aproximado dos notorios escritores gastronómicos del siglo XIX: Ángel Muro y Mariano Pardo de Figueroa, llamado Doctor Thebussem. Ya en nuestro tiempo, se presentan como herederos suyos —en la narración de asuntos coquinarios, se entiende— Juan Perucho, su buen amigo Luján y el novelista y comunicólogo Manuel Vázquez-Montalbán, así como Álvaro Cunqueiro, a cuyo juicio «ha sido en la cocina donde el hombre —el civilizado, el que viene desde Platón hasta Proust, para quedarse sólo con dos P; el que construyó las catedrales, fundó las Universidades, hizo las Cruzadas e inventó el soneto— puso más imaginación, mucha más que en el amor, o que en la guerra» (La cocina cristiana de Occidente, Barcelona, Tusquets, 1981, p. 11).

Por lo demás, pese a su recargado etnocentrismo, no es ésta una mala forma de sintetizar la filosofía gastronómica que Cunqueiro compartió con Víctor de la Serna, Busca Isusi, Luis Bettónica y Xavier Domingo. Eso es, por cierto, lo que afirma un admirador de todos ellos, Lorenzo Díaz, en la introducción a un volumen que sirve para brujulear en este denso territorio de sabores y palabras que configura la literatura gastronómica (Conferencias culinarias, Universidad Internacional Menéndez y Pelayo, Tusquets Editores, 1982, p. 10)

Gracias a  Guzmán U.

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